La farsa de la democracia

“El mundo está gobernado por personajes muy diferentes de los imaginados por aquellos que no están detrás del escenario.”

Benjamin Disraeli, Primer Ministro de Gran Bretaña, siglo XIX

Introducción

elecciones_mexico_2012-2Visto el esperpéntico espectáculo al que estamos asistiendo desde hace meses en España sobre las elecciones, la imposible formación de gobierno y los fracasados diálogos, mucha gente se preguntará qué está pasando aquí o incluso se cuestionará los principios mismos de la democracia. Y tal vez más de uno habrá visto que la voz del pueblo cuenta más bien poco (por no decir nada), porque luego resulta que hay muchos poderes internos o externos que pasan muy por encima de lo que el ciudadano pueda pensar o sentir, o expresar mediante voto. Pero la gente, ante estos despropósitos, suele adoptar una postura resignada y pasiva, y defiende a capa y espada la democracia porque no hay otra opción posible (¿el caos, la anarquía, la dictadura…?). Y así pues, la población vuelve una vez más a las urnas para repetir el escenario surrealista de la película “El día de la marmota”, y además vota mayoritariamente al partido que acumula el mayor historial de corrupción en los últimos tiempos. ¡Viva la democracia! ¿Seremos capaces de una vez de hacer una reflexión crítica y sin prejuicios mentales de eso que nos han vendido como la cúspide de la libertad de los pueblos?

Lo cierto es que cuando uno intenta aportar argumentos en contra de las bondades de la llamada democracia es bien posible que lo encasillen en un ámbito próximo al autoritarismo, a las dictaduras, al fascismo o a cosas aun peores. Pero esta es una reacción lógica a la cual hemos llegado después de que nos hayan convencido de que este es el mejor sistema político posible. Por lo tanto, el mundo moderno, libre y civilizado es por definición “democrático”, en el sentido de que este es el camino a seguir, el que ha aportado libertad y prosperidad a los países, en base a unos sagrados principios de “soberanía nacional” e “independencia de los tres poderes” que fueron implantados durante las revoluciones francesa y americana de finales del siglo XVIII.

Así pues, vamos a introducirnos, al menos someramente, en los orígenes de la democracia, su establecimiento y su auge en los dos últimos siglos, así como en sus mecanismos internos y maneras de funcionar, para acabar por reconocer que la democracia, entendida en su traducción literal de “poder o gobierno del pueblo”, nunca ha existido ni existe hoy en día como tal. Es una farsa, una pantomima para hacer creer a la población que es ella quien decide libremente los destinos colectivos del país. Pero vayamos ya a los hechos históricos.

Un poco de historia

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Pericles, emblema de la Atenas democrática (s. V a. C.)

Si nos remontamos a las formas democráticas más antiguas reconocidas, hemos de ir forzosamente a la Grecia clásica de mediados del primer milenio antes de Cristo. La difícil, agreste e insular geografía griega había facilitado desde muchos siglos antes la creación de pequeños territorios independientes con sus propios recursos e instituciones. Esto dio como resultado la creación de varias polis (ciudades-estado) que evolucionaron desde sistemas de gobierno autocráticos u oligárquicos a sistemas basados en la participación popular, compuestos por varios mecanismos de organización y reparto del poder (con asambleas populares, legislativas, judiciales, ejecutivas, etc.); todo ello bastante revolucionario con relación a los grandes estados imperiales como los que ya habían surgido en otras partes del mundo (Egipto, Sumeria, Babilonia, Persia, China, etc.), en los que solía gobernar un monarca por derecho divino. Pero no toda Grecia era un ejemplo de democracia, pues sin ir más lejos Esparta era una monarquía –o diarquía– autoritaria en la que una minoría muy selecta dominaba a una gran mayoría de la población. A su vez, la famosa democracia de Atenas y de otras ciudades helenas estaba restringida a una parte de la población con capacidad de voz y voto[1], y además, en la práctica, las decisiones venían fuertemente determinadas por las facciones o líderes con más preeminencia en cada momento. Eso sí, a diferencia de la democracia actual, que es indirecta, los antiguos griegos se reunían, discutían y votaban las cuestiones a debate o los cargos[2] de forma directa y a mano alzada. Por supuesto, esto era posible porque la democracia se restringía al ámbito de la polis, no a un gran territorio o estado.

Como heredera de esta tradición griega, tenemos el caso de la Roma antigua, que expulsó a sus reyes etruscos en el siglo VI a. C. para crear un régimen popular llamado república, que literalmente significa “la cosa pública”. Este sistema preveía la elección anual de dos cónsules como máximos representantes del poder romano por sufragio directo del conjunto de ciudadanos de las curias o tribus originales. Además, existían otros cargos ejecutivos que también se elegían por votación, como los censores, los cuestores, los tribunos o los magistrados. Por otra parte, había una asamblea heredada de la época monárquica, el Senado, que estaba compuesto por las personas de mayor rango, experiencia y prestigio y que tenía como fin legislar y asesorar a los cónsules, e incluso podía ejercer de cierto contrapunto a su poder.

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Representación del Senado Romano

Sin embargo, en dicha época republicana, los cónsules ejercían un poder completo como si fueran auténticos reyes y los puestos del senado ya se habían convertido en cargos hereditarios. Y si bien es cierto que con la República las masas populares –los plebeyos– adquirieron más cuota de poder y representación, acabaron por topar con el poder tradicional de los romanos de rancio abolengo, los patres o patricios, que seguían ostentando los mayores privilegios y prerrogativas por su categoría social. Así, aun cuando en las votaciones populares (comicios curiales o centuriados) los plebeyos podían aspirar a ganar, en la práctica había una democracia más bien pobre, y los mecanismos de poder seguían en manos de la aristocracia. Según se cita en Wikipedia:

“Las votaciones en los Comicios Curiales no eran igualitarias. Sólo los padres de familia tenían voto, estando mujeres y esclavos excluidos. La admisión de los plebeyos había dado la mayoría a las capas humildes. Por esto, las reformas tendieron a quitar poderes a estas Asambleas en favor de los Comicios Centuriados, donde no era preponderante la influencia de la nobleza o patriciado, pero sí de los ricos, y donde se votaba por centurias (cada centuria, un voto); al votar las seis centurias de caballeros (de familias distinguidas) las primeras, decidían casi siempre la votación. Las centurias de caballeros y las de primera clase reunían la mayoría. Además todas las votaciones de los Comicios Centuriados debían ser refrendadas por la Asamblea de Patricios.”[3]

Como se ve, ya en Mundo Antiguo existían las maneras de encauzar los mecanismos electorales hacia el resultado deseado por las clases dirigentes. Lo que es muy de destacar es que el sistema republicano romano institucionalizó una dualidad de facciones u opciones políticas: el partido de los plebeyos, defensor del pueblo bajo (una especie de “liberales” o, en el mejor de los casos, “progresistas”) y el partido de los patricios, defensor de la casta aristocrática (o sea, los “conservadores”). Por lo tanto, no había terceras ni cuartas alternativas, sino simple y puro bipartidismo, con una alternancia en los máximos poderes. ¿Les suena esto de algo? Por cierto, vale la pena resaltar que esta eterna dualidad-rivalidad política se tradujo en no pocas disputas, revueltas, asesinatos, conjuras e incluso guerras civiles a gran escala, que perduraron prácticamente hasta los tiempos de César y Pompeyo.

En efecto, todo este sistema republicano fue degenerando hacia una concentración de poder que tuvo como resultado en el siglo I a. C. la aparición de autócratas como Sila o el propio Julio César, que dieron al golpe de gracia al antiguo régimen. Así, ya desde Augusto, y pese a que formalmente se mantenían aún las instituciones republicanas, Roma se había convertido en un imperio o monarquía, en el cual sus gobernantes alcanzaban el poder absoluto por vía hereditaria o por las armas, sin que el pueblo tuviera nada que decir, aparte de pedir panem et circenses (“pan y espectáculos”[4]).

Resurge la democracia

De este modo, el modelo democrático quedó enterrado durante siglos en el mundo occidental y tanto el sistema esclavista como el feudal mantuvieron al pueblo bajo las riendas del poder político-económico-religioso hasta la Edad Moderna, si bien existieron algunas instituciones representativas que funcionaban en paralelo al poder real, pero que respondían básicamente a los intereses de las clases más favorecidas. A partir de este punto, las monarquías absolutas camparon a sus anchas con excepción de Inglaterra, que mantuvo un parlamento de notables como contrapoder del rey[5]. Los cambios definitivos hacia un sistema democrático –tal como se entiende actualmente– no surgieron hasta la irrupción de los filósofos e intelectuales de la Ilustración francesa, con ideas como la soberanía nacional y la separación de poderes, según la clásica propuesta de Montesquieu: poder ejecutivo (el gobierno), poder legislativo (el parlamento) y poder judicial (la judicatura).

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Clásica alegoría de la Revolución Francesa

Lo que vino después ya es bastante conocido: la independencia de los EE UU, que adoptan un régimen republicano constitucional, con un sistema parlamentario básicamente bipartidista (como continuación de la clásica dualidad inglesa de whigs y tories), y la revolución francesa, que elimina la monarquía absolutista y crea una república fundada en la famosa tríada de “liberté, egalité, fraternité”, los tres lemas que se convirtieron en el estandarte democrático de nuestra era contemporánea. A partir de este punto y durante todo el siglo XIX los sistemas democráticos se van difundiendo a través de las revoluciones liberales que tienen lugar en buena parte de Europa y de la América Latina, aunque en bastantes casos la instauración de los nuevos estados con formas republicanas y liberales fue en gran medida una pura fachada para disfrazar regímenes personalistas o clasistas.

Desde luego, no todo el mundo tenía derecho a voto ni había muchas opciones entre las que escoger, que eran las que permitía el sistema de poder establecido. Lo que es propiamente el sufragio universal no llegó a muchos países hasta bien entrado el siglo XX. Por ejemplo, en la muy democrática Gran Bretaña de inicios del siglo XIX sólo podía votar el 7% de la población adulta, y ello incluso después de una amplia reforma legal llamada Great Reform Act (de 1832). Sea como fuere, el poder pasó de estar a manos de aristócratas y terratenientes a estar controlado por burgueses y capitalistas. Entretanto, amplias capas sociales –sobre todo la población urbana y la emergente clase obrera– habían “comprado” las virtudes del nuevo régimen y habían dado su sangre para sacarlo adelante[6]. Así, la mayoría del pueblo creyó que la instauración de las democracias y de los parlamentos iba a traer paz, equidad, justicia social, prosperidad, etc. para todos. Pero la historia de las democracias modernas es una historia de más de lo mismo… o peor.

En la práctica, el establecimiento de sistemas más o menos democráticos no cambió en demasía la situación de gran parte de la población. Del odioso y clasista régimen feudal se pasó el emergente sistema capitalista, que también suponía diferencia de clases y nuevas formas de explotación. En cuanto al progreso, éste no vino dado por la nueva política, sino precisamente por los avances en la economía y la tecnología en forma de revolución industrial, que vino a coincidir en el tiempo con la implantación de los regímenes liberales. Así, es cierto que se proclamaron constituciones, se crearon parlamentos y se aseguraron derechos y libertades de los ciudadanos, pero lo que hizo avanzar el liberalismo fue definitivamente el moderno mundo industrial, que impulsó el crecimiento demográfico y una lenta mejora en las condiciones de trabajo y de vida[7].

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Reunión de Yalta: democracias y dictaduras compartiendo guerras

Pero el hecho de que los ciudadanos llegaran a una cierta cuota de poder a través de unas elecciones que les permitían escoger a unos ciertos “representantes” no quiere decir que tuvieran posibilidad real de cambiar las cosas por sí mismos. Los estados seguían llevando a cabo sus políticas, mientras se enzarzaban en cruentísimas guerras como nunca se habían visto antes sobre la faz del planeta. En efecto, el siglo XX destaca con mucho en la creación de monstruos totalitarios (fascismo, nazismo, estalinismo, etc.) que nacieron precisamente del fracaso de las democracias y que a la postre fomentaron las dos tremendas guerras mundiales del siglo, más otros muchos conflictos locales que se llevaron por delante millones de vidas.

En este punto, es conveniente resaltar que en el moderno siglo XX muchos países con sistemas democráticos no tenían realmente una buena situación social ni económica y además solían estar infestados de terribles luchas políticas. Esto era caldo de cultivo para huelgas, inestabilidad social, episodios violentos, revoluciones internas, guerras civiles más o menos encubiertas, etc. Por ejemplo, la muy democrática República de Weimar de Alemania (1919-1933) fue un régimen condenado por las inacabables luchas políticas internas, la presión de los revolucionarios comunistas, la inflación galopante, la exigencia de pagos a los vencedores de la guerra, el escaso o nulo acceso al crédito internacional, la pobreza y falta de trabajo de buena parte de la población, etc. Así, en medio de esta vorágine, surgió un partido radical que quería acabar con toda esa inmundicia, mostrándose como una opción nacionalista, honrada, patriótica y socialista. ¿Se imaginan cuál? Estamos hablando del NSDAP, o sea el partido nazi de Adolf Hitler, que se presentó a las elecciones democráticas desde 1924 y acabó por ganarlas en 1933, lo que les dio acceso al gobierno del país –con el respaldo mayoritario del pueblo soberano– y a todo lo que vino después, de sobras conocido.

Lo que sí podemos aportar como imagen global de esas democracias modernas es que las condiciones de vida de la gente no dependieron realmente de votar a unos u otros. Los factores que determinaban esas bonanzas o crisis –basados en manipulaciones financieras al más alto nivel– se escapaban de las esferas políticas (como sigue sucediendo actualmente). Por otro lado, las democracias se mostraron como sistemas de poder controlados por élites que seguían igual de interesadas en la guerra como medio bien lícito para conseguir sus fines. Gran Bretaña, por ejemplo, construyó su enorme imperio global a partir de guerras, invasiones y colonialismo cuando ya estaba en funcionamiento su democrático parlamento. Lo mismo se podría decir de otras potencias europeas y –cómo no– de los EE UU, que pese a presentarse como paladines de la libertad, los derechos civiles y la democracia, han emprendido numerosas guerras en nombre de los valores democráticos y han arrasado o sojuzgado países con las más infames excusas, incluyendo los episodios llamados de “falsa bandera”. Asimismo, los EE UU tienen el muy dudoso honor de haber sido el único país hasta la fecha que ha lanzado un doble ataque atómico contra civiles, en el episodio bélico más salvaje, bárbaro y genocida visto en la historia de la Humanidad.

Los fundamentos de la democracia

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Las urnas, «altares de la democracia»

Llegados a este punto, sería conveniente hacer un somero análisis de en qué consiste la democracia como sistema político, sobre todo haciendo hincapié en los mecanismos de votación, participación y representación, junto con el marco legal que conforma el régimen democrático, esto es, la constitución aprobada por el propio pueblo. De esta manera, no será difícil apreciar que en realidad, bajo una gran palabrería, el ciudadano normal de cualquier país no pinta absolutamente nada por mucho que lo convoquen a votar y los políticos apelen a frases como “las urnas han hablado”, “el pueblo soberano se ha expresado” o “vamos a ejecutar el mandato popular”, etc.

Si vamos a la raíz del sistema, se supone que el pueblo –en general– puede decidir cómo se va a organizar, cómo se va a gobernar, cómo se van a gestionar los recursos, qué objetivos se van a marcar a corto, medio y largo plazo, etc. Lógicamente, esto nos recuerda a la gestión de una gran empresa, porque el estado en cierto modo es una empresa (aparte de ser una institución), y aunque no debe “dar beneficios” sí debe responder a la gestión del bien común. Por supuesto, en una empresa no se da la capacidad de decisión a quien no está capacitado para ello, por muy buenas intenciones que tenga. Del mismo modo, los estados son estructuras complejísimas que conviven con otras estructuras semejantes, más otros poderes externos de todo tipo que influyen en la vida de las personas.

Por todo ello, que la totalidad de la ciudadanía opine y tenga (teóricamente) la decisión sobre los elementos que hemos citado es absurdo. Ya no estamos hablando de personas con baja capacidad, pocos estudios o falta de criterio; es que la práctica totalidad de la sociedad –incluidas personas inteligentes, brillantes y con estudios superiores– no sabe de verdad cómo funciona la maquinaria estatal o supraestatal. Así, el escritor George Bernard Shaw se permitió ironizar sobre esta situación diciendo que: “La democracia sustituye con la elección por la mayoría de incompetentes al nombramiento por la minoría de corruptos.” E incluso un estadista de gran renombre como el propio Winston Churchill –que reconocía abiertamente que la democracia era el menos malo de los sistemas políticos– llegó a decir en tono de broma que el mejor argumento contra la democracia era mantener una conversación de cinco minutos con un votante medio.

En fin, no es cuestión ahora de menospreciar a nadie, pero está claro que la población en su conjunto se comporta como un gran rebaño desorientado que sólo quiere comer bien y vivir en paz, y vota en función de lo que los políticos les prometen en ese sentido: que van a cambiar la sociedad, que van a crear más puestos de trabajo, que van a dar subvenciones para esto y lo otro, que favorecerán la creación de empresas, que van a construir más hospitales, etc., etc. Luego, por supuesto, son esos políticos los que tienen la sartén por el mango y los que hacen y deshacen. Además, desde el poder siempre se ha insistido en que la gestión de los asuntos públicos sin intermediarios sería imposible, utópica y de dudosa eficacia[8], lo que obliga forzosamente a instaurar un sistema representativo.

Ahora bien, si una comunidad (de un barrio, pueblo, ciudad o comarca) llegara a ponerse de acuerdo para discutir ciertos temas y someterlos a votación sin que mediase la participación de la administración y/o de los partidos políticos, entonces dicha democracia espontánea ya no sería válida, al no estar refrendada por los poderes establecidos democráticamente. Se consideraría en todo caso un acto simbólico, no vinculante, sin ningún valor legal, por no decir una mera pantomima…

Los “intermediarios del pueblo”

Aquí entramos en el tema crucial de la representación democrática. ¿Quién representa a los ciudadanos?, ¿Cómo tiene lugar esa representación?, ¿De dónde salen esos “representantes”? Por supuesto, todas estas cuestiones van a parar a los consabidos partidos políticos. Así, dado que la reunión de todos es inviable y que poner de acuerdo a muchos millones de personas es una quimera, se instauró un sistema representativo, que se remite a las antiguas “facciones” de Grecia y Roma que ya hemos citado. Por cierto, sería muy interesante aquí dilucidar de dónde surgieron los partidos. ¿Del propio pueblo? No, desde luego. Los partidos son entelequias creadas por los poderosos para que el ganado vea una cierta diversidad de opiniones y escoja, del mismo modo que un cliente va a una zapatería y el dependiente le saca cuatro o cinco pares de zapatos. “Esto es lo que tenemos, escoja usted.”

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Todos detrás de una pancarta… prefabricada

Si uno estudia el origen de los partidos (en todo el mundo), se encontrará que en casi todos los casos los partidos fueron creados –y luego gestionados– por intelectuales, políticos, activistas, militares, burgueses, aristócratas reconvertidos al liberalismo, etc. Estas facciones cubren todos los espectros del pensamiento político (izquierda, centro, derecha) y todo tipo de sensibilidades colaterales (nacionalistas, liberales, radicales, ecologistas, fundamentalistas, etc.). El objetivo es que todo el mundo se adscriba a una corriente de pensamiento, que no sale de la propia persona, sino que está prefabricada y vendida día sí y día también para que todo el mundo sepa a qué atenerse. Sí que es cierto que unos pocos ciudadanos pueden formar un partido “independiente” y presentarse a las elecciones, pero con nulas posibilidades de obtener representación en un parlamento, pues si no tienen detrás a “alguien” que les apoye convenientemente (con dinero y una fuerte campaña de visibilidad), no saldrán del anonimato.

En la práctica, el sistema de partidos es un casino donde todas las cartas están marcadas y los resultados bajo control. Para ello, además, se favorece el bipartidismo –o la formación de dos grandes alianzas o bloques– mediante los propios mecanismos institucionales y también con una notable manipulación de las mentes para dar a entender que, en el fondo, no hay más que dos alternativas (los tirios y troyanos de toda la vida). Así pues, el bipartidismo consigue reducir las opciones a los votantes y simplifica al máximo el sistema electoral y representativo.

Por otra parte, es bastante evidente que dentro de los propios partidos no hay verdadera democracia sino un marasmo de órganos de gobierno, ejecutivas, comités, comisiones, asambleas, etc. que no esconden la existencia de una línea directiva –que nunca sale al primer plano– que manda y ordena y pone a todo el mundo en su sitio. Puede, desde luego, haber cierto debate interno y disensiones, pero a la hora de mostrarse a la sociedad y ejercer su papel en el parlamento se impone el monolitismo. El diputado electo (por una circunscripción concreta[9]) se debe a su partido y a nadie más, vota lo que le dicen y su conciencia queda aparcada en algún remoto lugar. Además, las listas electorales de los partidos, como es bien sabido, son cerradas, como casi todo lo que se ofrece en política. Otro tema sería averiguar cómo ciertas personas llegan a ser líderes de sus partidos, pero esto nos llevaría a terrenos más oscuros y complicados.

De aquí saltamos al juego del parlamento y de los métodos de representación “aceptados”, que teóricamente deberían respetar el valor equivalente de cada voto y el principio de la proporcionalidad. Pero ya hemos visto que desde tiempos de los romanos los sistemas de votación y su traslación a una cámara o institución estaban enfocados a ofrecer ciertos resultados, los deseados obviamente por la elite dirigente. Dicho de otro modo, la dispersión del voto y de los representantes crea un indeseable efecto de atomización de grupos y la consiguiente dificultad de acuerdo (¿a qué me recuerda esto?). Por lo tanto, si interesa crear crisis e incertidumbre se añaden más partidos a la receta; si interesa el sosiego y la continuidad, se dejan pocos partidos en liza. Además, los poderosos ya se preocupan de centrar la atención de los ciudadanos en ciertos partidos y favorecer la imagen pública de unos u otros para inclinar sutilmente las intenciones de voto. Y aquí llegamos a las campañas electorales y la captación de los votantes.

El espectáculo y las grandes palabras

Movimiento «15-M»

Si uno estudia cómo son las campañas electorales, se dará cuenta de que es una gran operación de marketing en la que todo está calculado, fijado y medido por el sistema. Nadie verá en la televisión, ni en los medios ni en las calles, otras opciones que no sean “las que corresponden”. Y cuando de repente sale una novísima alternativa como una seta, de la nada, y se instaura cada día en los medios de comunicación y se mete en nuestra casa como si fuera de toda la vida… es que no era tan “popular” ni tan “espontánea”[10]. Todo el mundo tiene en mente de qué clase de partido estaríamos hablando…

Y lo que no deja de ser asombroso es lo pobrísimo que suele ser su argumentario: algunas ideas clave, fáciles eslóganes[11], populismo, demagogia, obviedades, vaguedades y grandilocuencia. En general, en el discurso se suele apelar a los grandes artificios (servicios) del estado y de la sociedad moderna: la educación, la sanidad, las infraestructuras, las pensiones, etc., aunque en el fondo se pretende llegar al terreno de las emociones y de los miedos atávicos, o hasta al patriotismo[12], sin que falte nunca el ataque frontal al adversario, entendido como la raíz de todos los males del país. Sea como fuere, al final se consigue el objetivo: que las masas voten mayoritariamente a los partidos insignia y poco más. El sistema ya está, pues, legitimado.

Aquí lamentablemente volveríamos a mencionar el tema de un electorado ignorante y dócil, que responde a los estímulos lanzados por los partidos hacia los grupos sociales adscritos a una u otra tendencia política, lo que podría calificarse de “clientelismo”. De hecho, no hay más que ver los mítines para ver que son los propios “clientes” (esto es, los ya convencidos) los que acuden; en realidad todo es como una fiesta, un show, una ceremonia si se quiere, en la que uno habla y unas decenas o centenares de personas aplauden y agitan banderas. Y aunque algunos “clientes” cambien de “tienda” (cosa posible y frecuente hasta cierto punto), nada cambiará en el fondo porque todas las “tiendas”, que lógicamente ostentan distintas marcas, son en realidad propiedad de un mismo “grupo”… Todo ello por no hablar de la cantidad de votantes que se inclinan simplemente por el candidato más guapo, el más simpático, el que habla mejor o el que asegura el cobro de las prestaciones o subsidios. O por no citar a los pobres ancianos a los llevan a un mitin en autocar y se les premia con un bocadillo… y acaban votando según los mismos principios caciquiles de hace un siglo. ¿Y cuántos votantes serían capaces de describir al menos someramente el programa completo del partido político al que han votado? Mejor no saberlo…

Sistemas y resultados para todos los gustos

Después aparecen en escena los mecanismos de asignación de representantes (o escaños en un parlamento), que en vez de ser universales resultan estar muy bien adaptados a las singularidades de cada país. Por consiguiente no hay un sistema democrático universal, sino muchos, y tampoco importa demasiado si la abstención es muy alta, porque cualquier porcentaje –a menos que sea bajísimo– legitima a los que resultan elegidos. Sin ir más lejos, en los EE UU hay que estar inscrito para poder votar, y a la hora de la verdad la abstención es muy alta, alcanzando a veces a la mitad del censo electoral ¡en el país más democrático del mundo! Además, EE UU es un régimen presidencialista en que el presidente es escogido indirectamente por el voto popular y luego mantiene amplios poderes legislativos y ejecutivos, sin que tenga que responder de sus actos y decisiones ante la cámara de representantes (votada por la población). Y por si fuera poco, el extraño modelo americano permite que el partido que gana las elecciones en un estado –aunque sea por una sola papeleta– se lleve todos los votos electorales, barriendo así cualquier clase de proporcionalidad o representaciones minoritarias. De esta manera, se puede crear la paradoja de que el presidente de los EE UU no sea el candidato más votado por el pueblo, como sucedió con George W. Bush en 2000.

Pero lo que realmente llama la atención es que la supuesta proporcionalidad no es tal, sino que viene corregida para favorecer a los más votados, como ocurre cuando se aplica la famosa Ley d’Hondt, como en el caso de España. Y luego tenemos el escándalo de que los votos tampoco valen igual, porque las circunscripciones asignan cierto número de diputados por territorio (provincia en el caso español), y así un voto urbano de una región muy poblada puede valer mucho menos que otro voto rural. Es lo que coloquialmente se expresa diciendo que un diputado en tal provincia “cuesta” muchos menos votos que en otra. El sistema es perverso en sí mismo, pero todavía es más evidente cuando vemos que aplicando distintos mecanismos de representación se obtendrían resultados muy dispares, lo que pone bien de manifiesto que el voto de los ciudadanos “da mucho juego”.

Veamos el caso de España y las últimas elecciones del pasado verano de 2016, que más o menos repitieron los resultados de las fracasadas elecciones del 20 de diciembre de 2015. Con la circunscripción actual, que es por provincias, el PP ganó los comicios con 137 escaños pero se quedó lejos de la mayoría absoluta. El PSOE logró 85 escaños; Unidos Podemos, 71; Ciudadanos, 32; y ya el siguiente grupo, ERC, sólo 9 (¡pero presentándose exclusivamente en una de las 17 autonomías del estado!). No obstante, si la circunscripción fuese por autonomías, el PP hubiera bajado de forma notable (125 escaños) y Ciudadanos hubiera recogido esa pérdida (43 escaños). Pero lo más flagrante es que con circunscripción única estatal el PP hubiera seguido bajando hasta los 119, y Ciudadanos subiendo hasta los 47, con PSOE y Podemos con resultados semejantes a los obtenidos el 26-J, un poco mejores para estos últimos.

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Resultados dispares según los métodos de representación. (La línea roja indica la mayoría absoluta)

Sin embargo, si aplicásemos otros modelos igualmente democráticos de otros países para los 350 escaños del parlamento de España, las sorpresas serían enormes. Con el método alemán, el resultado de PP y PSOE no cambiaría apenas, pero Podemos y Ciudadanos subirían mucho (82 y 51 escaños totales respectivamente) gracias a que el resto de partidos menos votados desaparecían del parlamento. Y si se emplease el modelo italiano, el PP tendría mayoría absoluta ¡con 193 escaños! A su vez, los partidos nacionalistas, regionalistas o minoritarios (actualmente con 25 escaños entre todos) tampoco pisarían el parlamento. Finalmente, el modelo americano presidencialista daría como resultado un parlamento muy distinto del que conocemos: El PP tendría nada menos que 263 escaños, Podemos 55 y el PSOE se quedaría sólo con 22, y a no mucha distancia estaría ERC con 10. Y no habría nadie más en las Cortes; véase que Ciudadanos desaparecería por completo del mapa. Y por cierto, en el Senado, segunda cámara de representación popular (de dudosa –por no decir nula– utilidad, aparte de ser un cómodo retiro para algunos veteranos políticos), el PP sí goza de una cómoda mayoría por el muy particular sistema de elección de los senadores. Sin comentarios.

Y por supuesto, luego tenemos la trastienda más oscura de la democracia, que es la corrupción del sistema en forma de manipulación de los resultados electorales, lo que comúnmente se denomina “pucherazo” o “tongo”. Tradicionalmente, dichas maniobras para modificar dolosamente los resultados de las urnas se habían atribuido a regímenes autoritarios que tiraban del plebiscito y la consulta popular para legitimarse en el poder, con resultados que rozaban el 100% para la propuesta gubernamental. Sin embargo, en todo el siglo XX y en muchos países (sobre todo del Tercer Mundo), ha habido fundadas sospechas de pucherazo a partir de todo tipo de maniobras fraudulentas o caciquiles en el proceso de votación o bien trampas realizadas durante o después del recuento de votos. Pero incluso los países más “serios” y “civilizados” no están exentos de este tipo de prácticas. Así, en las citadas elecciones españolas de verano de 2016, corrieron sospechas de que se había producido un sutil tongo informático –muy difícilmente detectable– para manipular los resultados finales de la coalición Unidos Podemos, que sacó muchos menos votos que en las elecciones anteriores, pese a sumar en teoría los votos de dos formaciones[13].

Mayorías, minorías y apaños

Pero los vicios del sistema relacionados con las matemáticas, los escaños, las mayorías y minorías van más allá, y esto ocurre a todos los niveles, tanto en ayuntamientos como en regiones o estados. La democracia impone por definición el gobierno de una mayoría sobre una minoría, lo que puede convertirse en una “tiranía de la mayoría”, como ya decían los propios filósofos de la Grecia antigua. En efecto, la opción mayoritaria puede tener la tentación de convertirse en la única “voz de todo el pueblo” aunque en la práctica no intente ni pretenda satisfacer a todos, incluso cuando la minoría casi represente el 50% de la población[14]. Lo cierto es que los partidos se formaron como agrupaciones que teóricamente pretendían dar respuestas a toda la población, pero no por nada se llaman precisamente “partidos”, esto es, partes, facciones que responden a una cierta visión ideológica de la sociedad, que choca frontalmente con la de otros “partidos”. Entonces, en vez de construir entre todos por el bien común, cada una desde sus posiciones, se dedican justamente al “partidismo”, esto es, a alcanzar cuotas de poder, a dividir, a crear oposiciones y desencuentros. En suma, es la vieja táctica del “divide y vencerás”, que se ocupa de que la gente nunca esté unida sino separada en ideologías, naciones, valores, intereses, etc.

Y después ya sería muy fatigoso hablar de aquellas típicas situaciones de mercadeo, trapicheo y revanchismo en que las opciones más votadas se van al garete porque todas las demás fuerzas se alían contra ésta para sacarla del poder. E incluso, a veces, una gran mayoría suele estar en manos de una opción minoritaria –frecuentemente de una ideología bastante dispar y hasta casi contraria– que dan la suma justa para poder gobernar, lo que de hecho crea gobiernos cautivos del capricho o decisión de unos pocos parlamentarios que han sido votados por una ínfima parte del electorado. Es decir, por un lado, las mayorías absolutas crean “rodillos de poder” que actúan por su cuenta y no escuchan lo que tienen que decir los demás. Por otro lado, las minorías que se presentan y ganan unos escaños decisivos pueden girar la tortilla hasta donde ellos quieran o forzar acuerdos más bien frágiles (y bastante incomprensibles para muchos ciudadanos). Y qué decir de aquellos supuestos “anti-sistema” que se presentan a las elecciones, obtienen representación, cobran sus buenos sueldos y empiezan a hablar como la gente a la que criticaban sólo un día antes… Y, por cierto, tampoco resulta muy edificante la pugna subterránea –o reparto– de puestos y cargos públicos entre varias formaciones políticas, tras las aparentes discusiones por la aplicación de los respectivos programas[15].

Constituciones y leyes para dejar todo atado

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Constitución de los Estados Unidos de América

En cuanto al marco institucional y legal de la democracia, éste viene presidido por la existencia de una constitución, entendida como un acuerdo general –compartido por todos los ciudadanos– que define y asienta las bases del régimen democrático de un país, regulando su funcionamiento político, económico y social. Además, ejerce el inestimable papel de “ley de leyes”, con lo cual todo el aparato legal se debe ajustar a los principios y normas constitucionales. Lo que ocurre luego es que, aunque los ciudadanos sean llamados a refrendar la constitución con su voto, los que la discuten, elaboran y redactan son los partidos políticos y los “hombres de estado”. De ahí que –si vamos un poco al fondo– quede patente que las constituciones sirven para entronizar el poder del estado, con sus múltiples resortes, como supuesto mecanismo al servicio del pueblo. Por lo demás, todo lo que queda fuera de ella es ilegal o alegal.

En la práctica, las constituciones –aparte de sus formalismos y grandes proclamas– no sirven al ciudadano, sino que lo encajan en un aparato construido por el poder, sin que éste pueda usarlo para cambiar la realidad que lo envuelve, al comprobar que cualquier constitución funciona como una declaración de buenas intenciones que no tiene por qué cumplirse en la realidad y que incluso puede ser interpretada a gusto del exégeta de turno. De hecho, son los partidos y las instituciones los que apelan a la constitución o acuden al tribunal constitucional para dirimir sus disputas.

Al ciudadano le queda muy lejos el paraguas constitucional, y así, aun cuando el texto constitucional diga –por ejemplo– que “todo ciudadano tiene derecho a una vivienda digna”, de bien poco le servirá ante la implacable realidad socio-económica del sistema, en la que se mueven cómodamente las hipotecas, los abusos bancarios, las especulaciones, las corruptelas o las burbujas inmobiliarias. En efecto, no cabe esperar que el estado se meta en un negocio que no es el suyo. El estado básicamente recauda dinero, impone normas y procura que la población esté bien controlada (perdón, quise decir “atendida”). Que haya amplias regulaciones y directrices sobre cómo moverse y actuar en una cárcel no significa que el edificio donde estamos deje de ser una cárcel.

Lamentablemente, vemos que las leyes democráticas no son el fondo tan distintas de las de los estados totalitarios, pues responden a la conveniencia de los poderosos, a los cuales protegen y exculpan. Así, no es difícil apreciar que la ley –en la práctica– no es igual para todos, aunque de vez en cuando algún gran personaje sea enviado a prisión para demostrar que el sistema funciona[16]. Pero para gran parte de la población, la ley es papel mojado, injusta, interpretable o arbitraria, o terriblemente lenta e ineficaz. De hecho, hace ya años, un veterano abogado, reviviendo la experiencia de su larga carrera profesional, me confesaba que en un mundo de poderosos y débiles, aun conviviendo en un régimen democrático, no hay verdadera justicia ni puede haberla, por muchas leyes que haya.

Y, en fin, la cruda verdad es que el ciudadano de a pie no redacta las constituciones ni legisla. Nunca en la historia el pueblo llano ha escrito una ley, en ningún país civilizado, desde el tiempo de los faraones de Egipto. La ley y las medidas políticas, económicas, financieras, sociales, etc. son dictadas por el gobierno, que debe tener el respaldo del parlamento, que a su vez está basado en los partidos, pero… ¿quién esta detrás de los partidos o los grupos de poder? Esta es la pregunta del millón.

¿Sirve realmente de algo?

Todo lo dicho hasta ahora ya debería provocar más de una seria reflexión, pero si nos vamos al fondo real de la cuestión, que sería el ejercicio del poder democrático, es cuando la situación se hace verdaderamente dramática. Lo que cuesta muy poco ver es que una vez realizadas las elecciones, formados los gobiernos y emprendidos los programas prometidos, el ciudadano desaparece del mapa para no reaparecer hasta las siguientes elecciones. Realmente, la acción ciudadana –aparte de poder ejercer cierto pataleo en la calle– es meramente testimonial, y al mismo tiempo del todo pasiva: vota a unos ciertos partidos (cerrados) que le han puesto frente a él y a unos programas (cerrados) que le han vendido, y no hay mucho más que contar. Y luego, todos a votar con ilusión… la fiesta de la democracia, la llaman.

En el teatro democrático casi todo es posible y así pues no es insólito que nadie pida cuentas a los políticos por no cumplir sus promesas electorales o que no sufran más castigo que no ser votados en las siguientes elecciones. Los partidos pueden prometer lo que quieran porque no va a pasar nada si luego las cosas van por otros derroteros. Un partido puede decir antes de las elecciones que de ninguna manera va a subir los impuestos y luego subirlos a los dos días “porque las circunstancias así lo exigían”. La gente ya se ha acostumbrado a esto y de alguna forma asume, consciente o inconscientemente, que existe una gran maquinaria mundial a la que su gobierno debe ajustarse. Por lo tanto, los políticos prometerán –y darán luego si procede– lo que están capacitados para dar, pero no más allá.

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¿Y todo esto por qué? Porque los políticos de cualquier país democrático –que han sido elegidos en calidad de representantes por los ciudadanos– NO tienen realmente poder para cambiar la sociedad, el sistema, el mundo. Por ejemplo, no pueden tocar ni una sola coma del sistema financiero mundial ni del sistema tributario, que son máquinas delictivas de explotación y depredación de las personas a partir del falso dinero-deuda impulsado ya hace siglos por la oligarquía banquera[17]. Tampoco pueden cambiar el modelo sanitario o de salud (que en realidad es de enfermedad), pues existen normativas mundiales que se aplican en prácticamente todos los estados del mundo. ¿Sabía el lector que por la Declaración de Alma Ata (1977), dictada por la OMS, se definen todos los criterios y protocolos globales de la práctica médica y sanitaria? Los gobiernos nacionales realmente no tienen potestad alguna para modificar esta materia, aunque puedan “abrir” o “cerrar” hospitales; todo está en manos de un intangible gobierno mundial (no votado por nadie), que decide “qué es lo mejor para la salud pública”. Para más ejemplos, véase que la producción y comercialización de los alimentos más básicos en todo el mundo depende de una única bolsa o mercado mundial en el que reina la pura especulación y el beneficio económico, sin que ningún estado o gobierno, de cualquier signo, pueda hacer nada al respecto. Bueno, para ser precisos no es que los gobiernos no puedan cambiar las cosas; es que no quieren cambiarlas, porque ese es el mandato de los de arriba.

Y si uno va profundizando en esta dinámica, verá que hay una pirámide de cesión de soberanía, por la cual las decisiones clave se toman en niveles cada vez más altos e indefinidos, en los cuales o bien no hay control democrático o bien las votaciones populares son meros formalismos. Por tanto, no es arriesgado afirmar que los gobiernos de los estados funcionan como meras correas de transmisión o sucursales de un poder centralizado global y que nunca han respondido al interés de los ciudadanos (tengan o no derecho a votar) sino a una minoría en la sombra que es la que tiene realmente el poder aquí, en Paraguay y en la China Popular, y que le da igual que haya una democracia o una dictadura de izquierdas o derechas, o una república o una monarquía. En efecto, esta elite ejerce su dominio desde todo tipo de sistemas políticos, y desde luego no se somete a ningún tipo de control ni de elección. Basta estudiar un poco de historia para comprobar cuál es el origen de los estados y de los códigos legales: fueron creados como estructuras de poder al servicio de una selecta minoría y han seguido manteniendo esta función hasta la actualidad, aparte de ejercer de valiosos instrumentos de refuerzo de la identidad y separación entre las comunidades.

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El parlamento europeo (Estrasburgo)

Este poder omnímodo aparece ante de los ciudadanos de múltiples formas, sin que los ciudadanos aprecien que se trata de los varios tentáculos de un mismo pulpo. Así pues, ¿cuántas veces vemos que el gobierno de un país, votado democráticamente, ha de bajar la cabeza y cumplir ciertos ordenamientos externos que más parecen designios divinos? Véase, por ejemplo, que los ciudadanos han de aceptar –directa o indirectamente– lo que les venga de entidades tan etéreas como Bruselas, la Troika, el Fondo Monetario Internacional, El Banco Central Europeo, los “mercados”, las Naciones Unidas, la Organización Mundial de la Salud, la Comunidad Internacional, la OCDE, la agencia de calificación Moody’s, y un largo etcétera. O sea, si “Bruselas” dice que va a multar a “España” por esto o por lo otro, nadie parece decir nada. Pero… ¿quién es realmente “Bruselas”? ¿Y quién es “España”? ¿Alguien de este país ha dado permiso a su gobierno para endeudarse hasta las cejas y más? ¿Quién paga por los excesos, las malas prácticas y la mala gestión? ¿Quién paga por un sistema bancario en quiebra y luego rescatado con fondos públicos? Pues claro, los de siempre.

Efectivamente, las personas pueden votar lo que quieran (o mejor dicho, lo que les han permitido que voten), que quienes suben al poder ya se ocupan de atender a los que están arriba –los que realmente les han puesto allí– y de aplicar las directrices dadas en cada momento, como se pudo ver en el caso reciente de Grecia y su impotencia para llevar a cabo una política “soberana”. Pero hasta el más alto representante del pueblo, incluso si hablamos de una de las personas más poderosas del mundo –teóricamente– como el presidente de los EE UU, es una simple marioneta de ese poder. Así, cuando algún máximo dirigente se sale del guión acaba mal, como le sucedió a John F. Kennedy, presidente de los EE UU entre 1960 y 1963, que fue asesinado poco después de atreverse a poner en circulación dinero gubernamental libre de intereses (o sea, dólares no emitidos por la Reserva Federal).

Esta es la prueba más clara de que existe una prepotencia completa de ciertos poderes globales ajenos al ciudadano y que funcionan desde un discreto segundo plano, en forma de honorables instituciones poco conocidas que parecen ser más bien una reunión de distinguidos amigos que charlan sobre diversos asuntos de actualidad. Pero varios investigadores independientes llevan años estudiando este tipo de organizaciones y asambleas privadas, como el opaco Club Bilderberg, y han visto que allí unos pocos oligarcas internacionales deciden qué se va a hacer con el mundo en los próximos 5, 10 ó 20 años, en el terreno político, social, económico y financiero. Allí es donde se diseñan las políticas globales y se eligen de verdad a los líderes políticos, a futuros presidentes y ministros, directores de grandes instituciones, etc. Luego, en muchos casos, estos nombres salen en el menú ofrecido a la población y resultan ser elegidos… ¡qué casualidad![18]

Basta con mantener el control de las mentes

Para ir concluyendo, podemos ver que el ciudadano está aprisionado en un modelo que han hecho para él y en el que cree tener una cierta soberanía y libertad para decidir. Pero en realidad, todo está cerrado y condicionado a unas directrices que vienen “de arriba”, en las cuales el derecho a voto no modifica unos grandes planes que no admiten discusión. Por lo tanto, la democracia como sistema es un puro teatro mucho más elaborado que otros sistemas anteriores, pero que se fundamenta en el mismo principio: el control mental de las masas para llevarlas al terreno deseado. Sólo así se puede explicar que, por ejemplo, un pueblo tan civilizado como el alemán de mediados del pasado siglo decidiera votar mayoritariamente a una opción totalitaria y racista como fue el nazismo. A la gente se la convenció de que la democracia era corrupta y no valía para nada y que la dignidad y la prosperidad del país pasaban por la adscripción a un líder carismático y a una ideología radical. Por cierto, ¿alguien recuerda ahora lo bien que se vendieron a la población española las maravillas de la Unión Europea y del euro? Ahora quien se declara anti-europeísta es poco menos que un neandertal, un ignorante y un mal ciudadano, aunque de “Bruselas” sigan lloviendo las directrices, imposiciones, recortes, multas, amenazas, etc.

En suma, en un mundo ideal (por no decir utópico), con gente buena, honesta y realmente entregada al bien común, podría existir algo parecido a la “democracia”, pero lamentablemente –en el mundo en que vivimos– la casa se ha empezado por el tejado. Mientras la mente individual y colectiva siga atrapada en el interés, el miedo, la posesión, la falsa identidad, la separación y el apego al materialismo, poca cosa se puede esperar. No se trata de hacer revoluciones –que no han servido para nada, pues nada ha cambiado en el fondo– sino de evolucionar en términos de conciencia y, llegado el caso en un hipotético futuro, a las personas quizá no les importará para nada el sistema político, económico o social, porque no lo necesitarán en absoluto. Tal vez vivirán como en un remoto y mítico pasado, la Edad de Oro, en el que no existía la democracia pero sí la armonía.

© Xavier Bartlett 2016

Nota: que conste que quien esto escribe creyó durante muchos años en la democracia, en los partidos políticos e incluso en algunos líderes, y que ejerció su derecho al voto. Y también, a pesar de todo, reconozco que actualmente muchas personas que se presentan a cargos públicos (sobre todo en ayuntamientos) son gente trabajadora, honrada y de buena fe, y que hacen lo que pueden por el bienestar colectivo, dentro -claro está- de los márgenes del sistema.

Fuente imágenes: Wikimedia Commons


[1] Según las estimaciones realizadas, la cantidad de personas que participaban –y votaban– en la ecclesia (asamblea popular) no superaba el 10% de la población, excluidas las mujeres, esclavos y residentes.

[2] Cabe señalar que algunos cargos se desempeñaban por sorteo y no por votación o designación.

[3] Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Curia

[4] Que actualmente vendría a ser “trabajo y fútbol”.

[5] De hecho, Inglaterra sufrió una guerra entre el rey y los parlamentaristas que desembocó en la creación de una monarquía constitucional, que limitaba los poderes reales, No obstante, el pueblo llano británico contaba muy poco y fue seguidista de unos u otros.

[6] Ténganse en cuenta las devastadoras guerras napoleónicas realizadas en nombre de la difusión de la revolución y las múltiples guerras desatadas como consecuencia de las revoluciones liberales.

[7] No hay que olvidar que durante el siglo XIX y los inicios del XX la clase obrera padeció unas condiciones de trabajo extenuantes y esclavizadoras, que fueron resueltas por el sistema con la entrada de los partidos socialistas en la política y la introducción de medidas sociales y mejoras laborales. En Rusia, en cambio, donde no había un verdadero liberalismo, la revolución proletaria se llevó por delante el antiguo régimen zarista feudal y la naciente etapa propiamente democrática, que apenas duró unos meses.

[8] Véase que los partidos llamados “asamblearios” son muy criticados porque la toma de decisiones se hace con la presencia de todos los militantes y con opiniones encontradas, que además pueden cambiar de un día para otro o pueden desautorizar a los líderes. En el fondo, claro está, los líderes ya se preocupan de dirigir a la asamblea hacia unas determinadas ideas o propuestas para evitar el caos.

[9] Y muchas veces se da el caso de que algunos diputados no han vivido nunca en la circunscripción por la que se presentan. El partido los pone allí para asegurar –más o menos– que obtengan el apetecido escaño.

[10] Véase como ejemplo un interesante documento en laverdadocultablog.wordpress.com sobre el origen del movimiento 15-M y del partido Podemos.

[11] Por ejemplo el del “cambio”, ahora tan repetido, es realmente viejo, porque ya triunfó en 1982 con el PSOE. Esto muestra que al ciudadano medio se le puede colocar cualquier cosa con cuatro palabras manidas y un tono solemne.

[12] Al respecto, en una memorable frase de la película Senderos de gloria, un coronel francés le dice a su superior que “el patriotismo es el último refugio de los canallas”.

[13] Además, en este caso se dio el típico descalabro de las “científicas” encuestas electorales, que se alejaron mucho (más allá de los márgenes de error) del resultado “real” de las urnas de esta coalición, cosa que nadie ha explicado aún, empezando por los propios expertos en estudios demoscópicos.

[14] Esta situación es bien visible en el actual escenario político catalán, en que el sistema electoral ha permitido tener más escaños que votos independistas, y entonces la mayoría decide echarse al monte y prescindir del resto de fuerzas políticas y de la población que no concuerda con la ideología imperante. Magnífico ejemplo de “democracia”.

[15] En una ocasión salió a la luz una conversación privada sobre este mercadeo de sillas y prebendas tras unas elecciones autonómicas en España, lo que causó un cierto revuelo por la desfachatez e hipocresía desplegada por las formaciones políticas implicadas.

[16] Lógicamente, hay grandes empresarios o a políticos de alto nivel que pueden ser juzgados e incluso ir a la cárcel, pero no son los poderosos de verdad.

[17] Sobre este punto es bien conocida la frase de Mayer Amshel Rothschild, el fundador de la dinastía de banqueros Rothschild, que dijo literalmente: “Dadme el control sobre la moneda de una nación, y no tendré porqué preocuparme de aquellos que hacen las leyes.”

[18] Hasta el propio Franklin D. Roosevelt, presidente de los EE UU a mediados del siglo XX, llegó a decir: “Los presidentes son selectos [seleccionados], no electos.”


12 respuestas a “La farsa de la democracia

  1. Básicamente, creo que somos una raza de esclavos que no tenemos consciencia de nuestra falta de libertad. Desde los orígenes de la especie hemos estado controlados y dirigidos por los «dioses» que nos crearon, hasta que éstos supuestamente nos abandonaron. Ya no se presentan físicamente ante nosotros como en otras épocas (todos los vestigios arqueológicos de las diferentes culturas representaban a dioses tangibles, en forma o tamaño distinto del humano corriente – basta con ver las representaciones de los dioses sumerios, por poner un ejemplo), pero tal vez no han desaparecido del todo. Somos una granja demasiado valiosa para ser abandonada.

    Karen Hudes, extrabajadora en el departamento jurídico del Banco Mundial durante 20 años, se atreve a decir que los que están encima en la pirámide del poder, estos seres invisibles que gobiernan las finanzas y están por encima de los estados, de las leyes y de cualquier otro tipo de poder, ni siquiera son seres humanos. Lo dice con conocimiento de causa. Tal vez, estos poderosos personajes en la sombra son los mismos que dictaban las leyes y códigos de conducta hace miles de años, los que inventaron la banca para hacerse con el control de la raza humana, los que proyectan las guerras en las que nunca ha ganado nadie (por más que haya vencedores y vencidos, siempre pierden las personas: sus vidas, sus familias, sus casas… o se ven envueltos en deudas eternas que pagar a los que financiaron esas guerras, que «casualmente» también financiaron al bando contrario).

    En fin, la única solución, como bien dices, no va a venir por la revolución, sino por la evolución individual que realicemos hacia una espiritualidad en contraposición al materialismo que ahora mismo impregna todo.

    1. Hola Netmel

      Sí, ya había oído esas teorías sobre esos «dioses» y puede que tengan bastante de fundamento. Parece que desde el inicio de la civilización una casta elitista se ha hecho con el poder y lo sigue ejerciendo bajo formas diversas, siendo una de ellas la «democracia». Y en efecto, creo que la superación de este estadio pasa por una evolución en la conciencia, porque cualquier otra cosa (intentar cambiar o reformar el sistema) es dar vueltas a lo mismo.

      Saludos,
      X.

  2. Curiosamente cuando Franco, ese era el mejor mundo posible y la mejor forma de organización social, cosa que defienden aun hoy día algunos nostálgicos. También encontramos el mismo caso en la URSS o en EEUU. Quiero decir que es evidente que el sistema se autopromociona, nos venden que este (sea cual sea) es el el mejor y casi el único mundo posible.
    Pero existen alternativas a las democracias representativas, bien estudiadas y planteadas, por ejemplo el federalismo de los anarquistas, que en contra de lo que nos venden los medios, no persiguen el «desgobierno» sino la ausencia de explotación: ni explotadores ni explotados.
    Por otro lado no hay que confundir democracia con democracia representativa, que es nuestro sistema.
    Al margen de esto, entender que la democracia solo puede ejercerla quien tenga la suficiente conocimiento e interés, siendo un analfabeto político no se puede tomar decisiones, no podemos decidir si no tenemos, implicación personal en la vida pública e información de esta.
    Por eso nos presentan la política como algo incomprensible y tedioso en lo que pocos quieren aventurarse investigar, si no es para llevarse todo lo que puedan.

    PD:Grecia jamás fue una democracia, porque había esclavos, había ciudadanos de segunda, ¿que
    democracia es aquella en la que yo decido quien puede o no tomar decisiones?

    Un saludo.

    1. Gracias Piedra por el comentario. Permíteme unas apostillas.

      Evidentemente, a través de la historia, cada régimen ha tratado de justificarse y mostrarse como el mejor, pero la realidad es que en cualquiera de ellos sempre ha habido marginados, perseguidos, explotados, etc. Lo que ocurre es que en democracia no se puede culpar a un partido único o a un autócrata y por eso la gente está desorientada porque vote a quien vote no saldrá del sistema; esto es lo he intentado trasmitir.

      En cuanto a otras formas genuinas de democracia, quizá el anarquismo se acerque más a una situación ideal, siempre que no se entienda como una opción política sino como una forma de vida austera, solidaria y comunitaria, al estilo de algunas antiguas comunidades ascéticas. Por de pronto los intentos de anarquismo más o menos realista que hubo en España durante la guerra civil fueron represaliados y perseguidos por los propios socialistas y comunistas, a los que no les gustaba nada que hubiera gente autosuficiente y fuera del ordenamiento político. Por esto mismo la revolución rusa machacó a los campesinos propietarios de pequeñas tierras, porque podían ser autónomos con respecto al estado y su organización social y económica.

      Con respecto a Grecia, he expuesto la visión convencional histórica; está claro que en el fondo era un sistema clasista. En una nota al pie ya he puesto que se calcula que sólo votaba el 10% de la población, y que había una gran masa de esclavos excluidos. Pero creo que peor es la situación actual en que el trabajador (esclavo de nuestro tiempo) se cree libre porque puede votar a varias opciones. Me parece que ha quedado patente que el sistema funciona como los contratos de los bancos, o sea, «contratos de adhesión».

      Saludos,
      X.

  3. Vivimos en una granja humana en la que solo votamos cuando consumismos. Esa es la verdadera decision que nos dejan las elites (y ni eso, dado que ya se encargan con su publicidad hipodérmica de orientar nuestros gustos y crear necesidades nuevas). Lo peor de todo es que para mas inri la gente se acomoda a ello porque es mas facil vivir tu vida medianamente bien y en paz sin cuesionarte abaolutamente nada.

    Bueno sin ir mas lejos es que Estados unidos, la supuesta primera democracia del mundo mundial tiene guantanamo, la pena de muerte, las armas en manos de niños… Quien ha votado eso en ninguna eleccion?

    1. Gracias por el comentario, tulohostilio

      En fin, no puedo decir gran cosa más, te has expresado muy claramente y veo que coincides básicamente con mi análisis. No se trata de ver rebuscadas conspiraciones; es la realidad que está simplemente detrás de la fachada, sólo hay que atravesar la puerta para darse cuenta de lo que hay… una ficción de libertad.

      Saludos,
      X.

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